Canciones tristes para vacas llaneras

No apto para vegetarianos

En los Llanos Orientales, las familias campesinas inician su fundo con una vaca. A ella le componen canciones de ordeño. A los terneros que nacen de esa “fundadora” también les cantan: para arrearlos, y luego inmolarlos sin ninguna crueldad.

POR Julián Isaza

Enero 27 2021
Canciones tristes para vacas llaneras

Fotografías de María Alejandra Gómez

 

La yugular hinchada se ramifica en la mitad del cuello. La boca de Víctor Espinel se abre y la voz sale, se sostiene y se quiebra en una tonada que parece un lamento. El cuerpo entero vibra. El hombre canta con una voz aguda, como un contratenor extraviado, de ropas sucias y desgastadas, que le ofrece un recital a un grupo de vacas. Luego calla, respira. El pecho sube y baja. Bajo la breve penumbra del sombrero, su cara tiene pocos rasgos, es pura boca. Y garganta. Y vuelve a cantar. El sonido afilado corta y traspasa. Las reses se acercan desde distintos puntos de la llanura como espectadoras conmovidas que conforman un público mugiente, como si obedecieran un designio secreto, como si no pudieran hacer otra cosa.

Todo esto lo veré en un par de días, porque ahora mismo en el fundo La Palestina solo hay silencio. A este lugar llegué desde Yopal hace una hora por una franja de asfalto de dos carriles que parece estrecharse después de Aguazul y que, a la altura de Maní, se vuelve una trocha que más adelante se disuelve en la sabana. El paisaje oscila entre el verde claro, el verde quemado, el verde amarillo, entre montículos de termitas que brotan del suelo como colmillos terrosos y las motas de vegetación que empiezan a recibir la humedad de un invierno que apenas inicia.

Aquí, en los Llanos Orientales colombianos, una vasta región de 285.437 kilómetros cuadrados que ocupa cuatro departamentos –Meta, Arauca, Vichada y Casanare–, el inicio de las lluvias significa varias cosas: la vida sale del letargo, los vaqueros inician sus trabajos del Llano –vacunar, domar, arrear, marcar– y algunos de esos hombres entonan aquellos cantos melancólicos con los que han llamado y controlado a sus animales desde hace siglos en una tradición declarada hace poco –en diciembre del año pasado– Patrimonio Cultural Inmaterial Mundial por la Unesco.

En el fundo La Palestina hay una casa modesta, una caballeriza, un corral y una serie de potreros separados por cercas de alambre donde pastan vacas desperdigadas. También hay dos perros, un marrano pequeño, seis o siete caballos, una niña de cinco años, un puñado de vaqueros de edades entre los 19 y los 65, y una pareja pequeña y cetrina conformada por Víctor y Clara, los dueños del lugar.

Víctor Espinel, un hombre que les canta canciones tristes a las vacas, camina descalzo, sus pies tienen el aspecto del cuero viejo: capas de piel muerta sobre piel muerta que forman una coraza viva. Al cinto lleva un cuchillo y sobre la cabeza un sombrero desgastado, cuyas alas se curvan hacia el cielo.

–Por fin llegó, parientico.

–Por fin.

Los dedos de su mano se sienten ásperos al cerrarse sobre los míos; tienen la textura de la leña. La luz amarilla de una bombilla y la incipiente oscuridad de la tarde delinean una silueta compacta, tosca. Un cuerpo viejo y resistente. El llanero de postal. El llanero que, a contraluz, es todos los llaneros. Lo que se espera de ellos: tipos taciturnos, tipos forjados en la adversidad, tipos rudos. Solo que el estereotipo se deshace cuando habla con su voz suave y mansa, cuando explica por qué les canta a sus vacas:

–Pa’ tranquilizarlas y que se pongan obedientes, porque cuando uno les canta con cariño a los animales como que les da alegría.

Afuera suena la sabana. Cuando la tarde termina, se oye la percusión ahogada de los cascos del ganado sobre la tierra dura, los chiflidos de los arrendajos en los nidos que cuelgan como mochilas en el árbol, el aleteo eléctrico de la avispa.

De todas las cosas que un vaquero puede decir sobre su llanura hay una que prevalece como el cliché –quizá– más honesto: “el Llano es lindo”. Pero el asunto es cómo lo dicen: Víctor Espinel lo dice con la sonrisa debajo de su bigote blanco, y Arnulfo Pinto, un vaquero de Cumaral, Meta, lo dirá semanas después en Bogotá escondiendo los ojos vidriosos debajo de su mano cuarteada.

***

A pesar de su tamaño, una vaca puede ser tan dócil como un perro.

En la Orinoquía colombo-venezolana desde hace siglos se le canta al ganado para arrearlo, domesticarlo, ordeñarlo y velarlo. Como me cuenta el investigador y folclorista casanareño Carlos “Cachi” Ortegón, se encuentran registros de la tradición desde el siglo XIX, en los relatos de “la guerra de Independencia y posteriormente en los de varios viajeros que hablan del canto de los arrieros llevando ganado”.

Karl Ferdinand Appun, un naturalista alemán que viajó a Venezuela en 1849, lo describe así en su libro En los trópicos: “En el tiempo de transportar ganado, el ganadero que cabalga en la punta tiene, sin duda, el papel más difícil a causa del gran esfuerzo pulmonar que hace por el continuo canto; las bestias están tan acostumbradas al canto ruidoso que cuando el guía calla quedan confundidas en el acto y la caravana se enreda”.

La tradición, cuyo origen es incierto, llamó la atención de varios cronistas. El venezolano Ramón Pérez, por ejemplo, escribió en Wild Scenes in South America –publicado en 1863– sobre el canto y los nombres con que los campesinos bautizaban a sus animales: “Cada vaca se distingue por un sofisticado nombre: Clavellina, Flor del Campo, Maravilla, y otros no menos eufónicos y poéticos. Cuando son llamadas para el ordeño responden inmediatamente con entrecortados mugidos, y acuden sin ser arreadas, mientras los becerros encerrados en el corral corren a lo largo de las cercas en busca de la puerta al oír el nombre sus madres”.

Incluso la literatura hizo eco de esta tradición. José Eustasio Rivera habló tangencialmente de los cantos de vela –que tenían lugar durante la noche– en la escena del “barajuste” en La vorágine: “Los vigías empezaron a cantar, acudiendo con los caballos, y la torada se contuvo”. Rómulo Gallegos los mencionó con más extensión en Doña Bárbara y en Cantaclaro, donde dijo cosas como esta: “Los versos están en las cosas de la sabana; uno se la queda mirando y ella te los va diciendo”. O como esta: “¡Ese canto del cabrestero que se acuesta y se estira!”. Hasta el mismo Julio Verne los describió en su novela El soberbio Orinoco como “una especie de himno salvaje de extraño ritmo” y, si bien él jamás estuvo en estas tierras, no cuesta imaginarlo envejecido en su casa en Amiens, en el norte de Francia, mientras escucha el relato de algún paisano aventurero.

Víctor no conoce a Verne ni a Gallegos ni a Appun, pero sí el Llano. En las paredes blancas y desgastadas de su casa cuelgan dos pares de cuernos negros y pulidos, un caparazón de morrocoy, una soga y un estribo; en una esquina el perchero de palo sostiene tres sombreros y, al lado de un televisor Sharp de finales del siglo pasado, hay un almanaque en el que se lee “Veterinaria Felive” con la foto de un caballo al galope. El vaquero se sienta mientras Clara, su esposa, sale de la cocina con dos tazas de tinto. Espanta los insectos nocturnos que revolotean atraídos por la luz y dice que canta porque “esa es la enseñanza que nos decían las abuelas, los abuelos”. Clara sale de nuevo con dos platos de pisillo –carne seca de chigüiro, deshilachada y sofrita– y arroz, que pone sobre una mesa rústica y grande. Víctor canta porque sus abuelos cantaron. Canta como ellos lo hicieron, con un canto inmóvil, que resiste el tiempo.

Según Cachi Ortegón, dos siglos apenas han tenido efecto en la tradición: “Por las descripciones desde el siglo XIX y principios del XX, uno no le nota muchas variaciones al canto. Incluso muchas de las coplas son las mismas que se cantan actualmente”.

Por eso en sus versos Víctor sigue hablando de pasos reales:

 

En el paso real de Arauca

me lo dijo un ganadeeeero

el que no canta ganao

no sirve pa’ cabrestreroooooo.

 

Víctor Espinel, quien recibió al autor de esta crónica en su fundo La Palestina.

El cuerpo frágil de mi abuela Marina se acomoda en una mecedora. Es una noche de diciembre y desde el balcón de su casa en Villavicencio se ven las luces de la ciudad. Su cabeza se mueve en un asentimiento continuo, y su voz ondulante y sus labios van hilvanando historias sobre el Llano en el que vivió buena parte de sus 87 años. El Llano de los cabestreros y los caporales, el de los hombres que le cantaban al ganado.

–Ajila, ajila, ganaito –entona mientras abre sus ojos grandes y bonitos.

Ella recuerda la épica de una tierra que, se supone, engendró hijos recios que cabalgaban durante semanas, que enfrentaban la inmensidad con los pies descalzos y con una ración de bastimento –carne seca y tajadas de plátano–. Habla sin prisa, se queda un rato en silencio, piensa, luego vuelve. Habla de las largas travesías desde Arauca hasta Villavicencio, en las que los hombres entonaban durante las noches cantos de vela para calmar el ganado, para arrullarlo, porque si los animales se asustaban –por una sombra, por un ruido, por una fiera, por un espanto– podían salir en estampida. Cuenta el Llano que fue y que duda si aún sea.

***

Pero aquí en La Palestina, el Llano es.

A las cinco de la mañana el mugido grave de las vacas produce un coro áspero y desordenado. Del cielo se desprende una luz azulada que apenas define las formas de los animales y de un grupo de árboles que en la distancia parecen señoras raquíticas y siniestras. A esa hora Víctor camina hacia el corral con la camaza en la mano –un recipiente hecho con la cáscara del fruto del totumo–, se pone en cuclillas, amarra las patas traseras de la res con el rejo y le da un par de palmadas cariñosas en el anca. Entonces canta:

 

Mensajera, mensajera, mensajeeeera,

Mensajera sé que eres muy buena vaca lecheeeera

que da la camaza llena y le queda pa’ su terneeeera

 

La voz es suave y pendular. Un arrullo o un mantra hipnótico. Leve, íntimo. Víctor aprieta la ubre y el chorro blanco y espumoso se arremolina en el fondo.

–Yo las quiero; más a las del ordeño, porque le dan a uno el alimento. Aquí hay dos suticas que toca acabarlas de criar, entonces la leche es más que todo pa’ ellas –dice Víctor refiriéndose a sus nietas.

Luego pasa a la siguiente vaca y repite el procedimiento, después a la siguiente y a la siguiente. A cada una le dedica versos con sus nombres –eufónicos y poéticos, como dijo Ramón Pérez–: Niña Hermosa, Linda Dama, Bordadora. Llena la vasija.

–Hay animales que se ponen nerviosos, que amanecen de mal genio y por eso hay que cantarles.

El vaquero recio se disuelve en el hombre viejo y dulce, cuya voz oscilante entabla una relación con el animal, pues como dirá Jhon Moreno, músico e investigador casanareño y autor de la obra Vale más un leco a tiempo que un barajuste a destiempo: “El canto de ordeño es una forma de persuasión, es como enamorar a una mujer. Por eso las tonadas son puro amor”. Algo parecido también dirá Arnulfo Pinto, quien a sus 74 años no tiene fundo y solo canta en presentaciones: “Eso es como cuando uno llega a la casa y la mujer está brava, no joda... Entonces uno tiene que cantarle para conquistarla”. Lo que ellos dicen la ciencia lo ratifica con cierta frialdad: el canto suave –según la Universidad de Leicester, en Inglaterra– calma al animal y eleva sus niveles de oxitocina, una hormona que ayuda a estimular la producción de leche al contraer las células musculares de la ubre, logrando así que la leche descienda.

El sonido de los chorros de leche que manan de la ubre se interrumpe cuando Víctor recuerda. El hombre se endereza y cuenta que incluso las historias de amor entre un llanero y una llanera también pueden empezar en el corral, cuando el vaquero le canta a la vaca, pero en secreto le envía un mensaje a la mujer que lo escucha en la cocina. Entonces sonríe:

–Uno se inventaba la letra y la muchacha se asomaba por la ventana y de pronto se quedaba mirando. Ahí uno cantaba: “Pan de arroz, pan de arroz, pan de arroz / por aquí te estoy mirando como granito de arroz / a mí se me está poniendo que nos queremos los dos”. Entonces ella oía y pues daba alguna sonrisa. Pero eso era siempre a la escondida.

En Bogotá, durante una presentación, Hermes Romero aprieta los ojos pequeños y negros como gotas de brea y canta una copla de ordeño que, según dice, un vaquero de piel oscura le dedicó a su pretendida blanca:

 

Por ser pobre me despreciaaaas

y porque negrito soooy,

más negro es un cigarrón

y pica la mejor flooor.

Lucerito, Luceriiiiito.

 

Así fue con Víctor y Clara, que empezaron con la poesía sencilla de una copla, y así fue con miles de parejas de campesinos que se enamoraron con el canto a una vaca que llevaba una serenata encriptada. Pero, y aquí viene lo extraordinario de esa relación a tres bandas, es que esa pareja, si se casaba y se establecía en un pedazo de tierra, también conseguía una única vaca preñada a la que llamaban “fundadora”, que era la base de la subsistencia, pues la leche que producía se convertía en el alimento de ellos y de sus hijos y, para agradecerle, debían cuidarla con esmero y permitirle que muriera de vieja en el fundo, pues “la fundadora tenía un poder mágico –dice Jhon Moreno–. No se debía matar ni vender: Si usted mataba a la fundadora o se le llegaba a morir o no la quería o no la consentía, entonces se creía que se acababa la ganadería y usted se moría de hambre”.

Arnulfo Pinto recuerda a la suya con una sonrisa melancólica, como quien recuerda a un ser querido: “Yo tuve un fundito de 60 hectáreas. Mi fundadora se llamaba Mariposa y yo le cantaba: Maripooosa, mariposa, mariposa / la vaca más hermooosa / cuántos becerros me ha dado / en el fundo La Ponderooosa”.

Víctor también la recuerda y tararea un joropo que, precisamente, se llama “La fundadora” y que dice así:

 

No la moleste, déjela quieta porque ella es

raíz de mi fundación.

Y fue su leche y su bosta hervida la curación,

la que me salvó al bordón,

de aquella fiebre del sarampión

cuando a mi niño me lo agarró.

El ganado que hay en el fundo es un mestizaje de razas criollas y europeas.

 

Un fundo suele tener entre 500 y 1.000 hectáreas.

En 1962, la película Séptimo paralelo retrató la vida en la Orinoquía. Una rareza en sí mismo, el largometraje no solo es uno de los pocos documentos audiovisuales filmados en los Llanos colombo-venezolanos en aquella época, sino que fue dirigido por un italiano, Elia Marcelli, y financiado por un poeta, el venezolano José Natalio Estrada. La película muestra las tensiones entre colonos e indígenas, la supervivencia en las temporadas de lluvia y de sequía y, por supuesto, los trabajos de vaquería.

Aquellas escenas en blanco y negro revelan una región que para algunos ya no es la misma, una “tierra brava” –fue un título alternativo de la película– que perdió su brío y que reposa en la memoria de los vaqueros más viejos, de los llaneros que, como mi abuela, conocieron una extensión sin cercas, sin monocultivos, sin carreteras.

Víctor dice:

–La vida del llanero se acabó por las petroleras, los cultivos de arroz y de palma africana, que son tres cánceres de esta región.

Hoy hay cerca de 200 mil hectáreas cultivadas de arroz y palma solo en Casanare, y 14 de los 37 pozos exploratorios de petróleo del país –es decir, el 37,8%– están en este departamento. Fuera del fundo, el paisaje casanareño varía entre el verde pálido de la vegetación natural y el marrón de las palmas africanas que se levantan como miles de pilares artificialmente ordenados en la sabana. El Llano a veces es planicie, a veces es muralla. A veces es la tierra de los vaqueros, a veces es la de los monocultivos.

Pero si los monocultivos y la explotación petrolera secan, contaminan y fracturan la sabana, son las carreteras –que benefician a la mayoría de los habitantes de la región– las que le dan la estocada final a la tradición, pues como explica Jhon Moreno, “los caminos ganaderos desaparecen y ahora se usan camiones para transportar el ganado y el arreo se está acabando. Eso no lo para nada”. Por eso “a medida que el tiempo avanza hay muchas más presiones y por eso es clave que se reconozca políticamente el canto de trabajo, porque eso demuestra su importancia cultural y lo preserva”, sostiene Cachi Ortegón, quien también matiza aquel pesimismo y sostiene, con razón, “que todas las culturas orales, y entre ellas la llanera, tienen una condición agonística, siempre se están acabando, siempre se están muriendo. Usted encuentra referencias de 1840 de José Antonio Campo, donde los llaneros dicen que el Llano de su juventud sí era Llano. Igual lo decía mi abuelo, igual lo decía mi papá. Y el Llano ha resistido muchos embates de ese tipo”.

***

6:42 a.m. Un vaquero dice:

–Va a empezar la matanza.

Sobre el pasto una novilla lucha. Dos hombres la dominan; uno sostiene la cabeza, el otro mantiene el cuerpo en el piso. Víctor le pone la punta del cuchillo en el cuello y empuja. La herida tiene el tamaño del ojal de una camisa y desde allí la sangre brota y se desliza lenta sobre la pared de una cubeta de plástico. El animal se retuerce. Víctor pide otro cuchillo más largo. Apuñala de nuevo. La sangre mana a borbotones, como si fuera un rosario y con cada latido del corazón expulsara una cuenta, un coágulo espeso que se apoza en el recipiente. Los hombres rodean al animal que brama tendido sobre el pasto. Al cabo de algunos segundos la novilla calla, los estertores levantan nubecillas de polvo bajo su nariz. Luego el polvo se asienta.

El filo del cuchillo pasa desde el final de la mandíbula hasta el rabo, la piel se abre y se contrae. Los hombres desuellan con velocidad y precisión. Los músculos del animal aún vibran. Enseguida cortan la carne, las extremidades, sacan los órganos, dejan el cuero secando al sol para luego convertirlo en una tira alargada y retorcida que será la soga con la que enlazan a los animales. Todo el proceso toma viente minutos. Nada se pierde. Los arrendajos son los únicos que cantan desde las copas de los árboles. Víctor, el hombre que entonaba canciones suaves, ahora tiene los dedos untados de sangre.

8.20 a.m. Clara, con un grito, llama a los hombres a desayunar. La mesa enorme que estaba en la casa ahora está afuera, a un lado de la caballeriza. Hay caldo y chocolate. Militza, hija de Clara y Víctor, es una mujer grande que sirve porciones grandes.

–Quiubo, primo –la mujer saluda a uno de los vaqueros.

–¿Qué hace prima?

–Pensarlo, primo. No he comido por pensarlo.

–De razón está delgadita –dice el vaquero y suelta una carcajada. Militza le pega una palmada en el hombro.

10:17 a.m. Con una manguera en la mano y desde afuera de uno de los corrales, Víctor riega un líquido lechoso –mezcla de agua y veneno contra las garrapatas– sobre los lomos de las bestias. Luego mira al Chapo, que está sentado sobre un tronco, y le dispara con cierta maldad divertida:

–Usted es más flojo que la mierda en el agua.

El Chapo, al igual que Víctor, supera los 60 años. Es calvo, gordo, tiene el bigote blanco bien recortado; también tiene artrosis y sus pies, enfundados en las alpargatas, se curvan hacia adentro.

–Siempre me dediqué a la ganadería, mientras pude, porque hoy en día las enfermedades me han embromado. Yo fui hombre de caballo, amansador, y trabajaba en hatos –dice como quien se excusa.

El Chapo se mira las alpargatas. Las tiene hundidas en el lodo negro. Las levanta y deja dos huellas que se enfrentan. Resopla.

–Chico, yo viajé de aquí, de Maní, a Villavicencio. Nos echábamos catorce días y llevábamo quinientas vacas. No había carretera y eso arriábamos por la trocha... Y yo también cantaba bueno, pero la garganta se me dañó y ahora no puedo ni silbar.

2:13 p.m. La novilla ahora es carne asada, morcillas y caldo. Los vaqueros devoran y beben masato. Lejos, hacia el norte, el cielo es una masa compacta y gris que destella con fogonazos eléctricos. Sin embargo, aquí el sol aún revienta.

4:09 p.m. La vaca sale encabritada del corral. Es puro nervio. Un hombre la enlaza y otro se acerca con cuidado y japea para llamar la atención de la res:

–¡Jop, jop, joaaaaa!

La ternura del canto de ordeño es reemplazada por la rudeza del japeo, que tiene un sonido vertical, áspero, sólido. El animal mira al vaquero y el vaquero –moreno, pequeño, fibroso, seco– se pone detrás. La vaca salta y lanza coces. Brama.

–¡Jop, jop, joaaaaa!

El hombre corre y se estira, le agarra la cola y tira hacia atrás con todo su cuerpo. Abre la boca y enseña los dientes desgastados en una mueca de esfuerzo, luego jala y sus pies se deslizan en el barro. Jala más fuerte. Si él y la tierra fuesen las manecillas de un reloj, darían las dos y cuarto. La res se inclina y cae salpicando lodo. Entonces otro vaquero le amarra las patas y otro pone su peso sobre el costado de la vaca. Uno más se acerca con un serrucho y empieza a segar las puntas de los cuernos. De cada cacho brota un chorro de sangre delgado como el que saldría de una jeringa.

Víctor trae el hierro caliente para marcar. Lo estampa sobre el anca izquierda, y el cuero, al quemarse, produce el sonido de una fuga de gas. Los hombres liberan a la res y se alejan unos metros. La vaca se levanta.

–¡Jop, jop, joaaa!

El animal busca revancha y enfila contra Víctor. Víctor corre y trepa a un árbol seco. Trepa con una agilidad inverosímil para un hombre de 62 años. El animal lanza una cornada y sus cachos cercenados le rozan la pierna. Los vaqueros chiflan y japean. El animal desiste y sangra. No hay amor, no hay consideración, tampoco hay crueldad.

7:30 p.m. Luego de comer lo mismo que al almuerzo, los llaneros cantan. Hay un cuatro y un par de capachos. Se oye el rasgueo de las cuerdas, la voz aguda del cantante: joropo. Daniel, un vaquero de 19 años, baila por turnos con las mujeres y las niñas. El joven usa un sombrero marrón, una camisa curuba con vetas negras de tierra y un jean remangado hasta un poco más abajo de la rodilla. Levanta un talón y después el otro como si enseñase unas espuelas invisibles; luego patea, apura el ritmo a punta de golpes secos con las plantas de los pies hasta que su baile se convierte en una especie de galope estático.

El que canta es Víctor:

 

Mi carácter arrogante tiene destello de anciano.

Ansío volver a ser joven, parrandero y baquiano

andar por el Llano entero.

Yo ya no sirvo pa’ nada, me marchitaron los años.

 

El día termina.

Víctor Espinel narrando la historia de su familia.

 

A las reses les cortan los cuernos para hacerlas menos peligrosas.

En el centro de Villavicencio, el Monumento a los Centauros es un homenaje al llanero arquetípico: la escultura de un hombre recio montado sobre un caballo que, al estar levantado sobre sus patas traseras, simboliza la muerte del jinete en batalla. Aquel monumento, que tantas veces vi en mi niñez, recuerda la leyenda del hombre fiero que cabalgó con los ejércitos independentistas, que peleó en las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo, que se labró una reputación de bravura comparable con la del ser mitológico. Pero el llanero de hierro no necesariamente es el llanero de carne y hueso. Víctor, el hombre que ahora veo, no es puro brío y potencia; es suavidad y desgaste.

En el fundo la tierra amanece mojada y sobre el lomo del caballo –la altura perfecta para contemplar el infinito, diría Cachi Ortegón– el llanero mira la sabana. El día abre y la cuadrilla de siete jinetes cabalga hacia donde las reses son apenas puntitos claros en el verde pálido de la llanura.

Víctor canta. Primero lanza el leco, un grito agudo, que se estira y se adelgaza, que sube y baja como una fluctuación espesa y tensa al mismo tiempo. “Aaaaahhhh, aaaaayyyyyyy”. Los animales levantan la cabeza como atendiendo aquel “himno salvaje de extraño ritmo”, como lo llamó Verne, y enseguida el pecho del hombre se infla de nuevo y entona: “El toro pita la vaca y el novillo se retiiiiraaa”. Los animales que pastan dejan de hacerlo, los jinetes los rodean y toman posición: dos punteros arriba, dos orejeros a los lados y dos culateros atrás. Víctor –el cabrestero, quien debe guiar– va al frente y continúa con su canto: “Como novillo fue el toro la vaca voltea y lo miraaaaa / oohhh, oooaahh”.

Las reses, unas treinta o cuarenta, se empiezan a acercar. Primero una, después otra, todas, en una versión pecuaria de El flautista de Hamelin. Obedecen de una manera extraña, como si su voluntad se fundiera con la del humano a través del sonido, como si aquello que dijo el poeta venezolano Alberto Arvelo Torrealba hace más de ochenta años no fuera una metáfora, sino la observación llana de una realidad: “En esta tierra la canta enlaza más que la soga”.

Hubo un tiempo en el que se arreaban cuatrocientas o quinientas cabezas de ganado, en el que cuadrillas de más de veinte jinetes se abrían camino en un territorio inabarcable y atravesaban kilómetros de sabana, ríos y morichales bajo un sol corrosivo. Ahora no. Ahora son siete hombres y un puñado de reses. Ahora es uno solo el que canta, el más viejo. Sobre su caballo criollo y bravo confecciona una tonada que se amplía, que envuelve y vuelve como el eco, cuya materia prima es el sonido y el viento, la onda expansiva de la voz aguda y cansada.

Víctor toma impulso y entona:

 

Ajila, ajila ganaito,

por la huella el cabresteeeero

ponle amor al camino

y olvida tu comedeeeero.

 

Unas semanas antes, Sonia Pineda, asesora del Grupo de Patrimonio Cultural Inmaterial del Ministerio de Cultura, me había enviado un correo con un listado de “portadores”, una palabra técnica que parece más emparentada con la virología que con la cultura. Algunos de ellos me dijeron que ya no cantaban, otros que lo hacían pero solo en presentaciones, y otro –con voz pedregosa, enferma, jodida– dijo que vivía en Villavicencio, que estaba mal de salud, que no tenía empleo, que su vida como cabrestero se había acabado hacía tiempo. La mención, por supuesto, no tiene valor estadístico, pero sí parece confirmar lo que Jhon Moreno dirá más tarde:

“El mundo de los vaqueros se acaba y los vaqueros que quedan ya están muy viejos. Es un mundo agonizante”.

Víctor avanza, las reses lo siguen, los otros jinetes chiflan y japean, controlan a los animales que intentan salirse de la caravana. Todos forman algo vivo que tiene un sentido de la coreografía, una simbiosis de distintas especies que se comunican y se conocen. Un organismo polifónico en el que se mezclan mugidos y voces, humanos, bovinos y equinos.

 

Un grupo de vaqueros prepara una res para su sacrificio.

***

En YouTube un grupo de vaqueros usa túnicas de seda y tiene los ojos rasgados. Detrás de ellos se abre el árido paisaje mongol, mientras entonan un canto de pastoreo llamado urtiin duu –o canto largo– que estira las palabras y parece convertirlas en viento. En otro video, una mujer rubia lanza su voz aguda y sostenida, en una helada estepa escandinava; lo que canta se llama kulning, se usa para llamar al ganado y parece un conjuro ancestral vikingo. En otro video un llanero viejo, cuya piel es pergamino húmedo, lanza un leco potente como un gemido que perfora, que corta el aire como el filo primitivo y absoluto de la obsidiana.

Tal vez lo que canta un vaquero de Casanare, Arauca, Vichada o Meta se parece al urtiin duu mongol o al kulning escandinavo, porque, como dice Jhon Moreno, “la voz sostenida y larga tiene su correlato en una geografía plana y sin obstáculos, y la tonada se vuelve amplia como la sabana”; o porque “esa gran tristeza que se siente en las melodías se convierte en un reto que lanza el hombre a la soledad”, como dice Cachi Ortegón; o porque son cantos de personas que, además de tejer una relación atávica con sus animales, viven en tierras duras con historias duras. Cantos de personas resistentes.

El sol baja en el fundo La Palestina y el atardecer llanero que mancha de rojo el horizonte deja claro por qué es famoso. Víctor camina por el corral de su fundo y dice que en el canto “hay un sentimiento, porque uno les suplica a los animales que por favor hagan caso”. También dice que canta porque así se espantan las penas y el cansancio. Luego cuenta que sus hijos no saben cantar, que no les enseñó “porque eso era hacerles el mal, porque esta vida es muy dura y era mejor que estudiaran, que se fueran”. Mientras lo dice, con sus uñas gruesas desprende pedazos de tierra seca de sus pantorrillas.

Una ternera es sacrificada para alimentar a los trabajadores de la finca, que desuellan al animal en cuestión de minutos. Nada se pierde, con la piel se fabrican sogas.

 

ACERCA DEL AUTOR


Julián Isaza

En 2009 ganó el Premio Rey de España con la crónica "Atlas es chocoano". En 2017 ganó un Premio Simón Bolívar de periodismo por su crónica "El vuelo del pterodáctilo"; también lo ganó en el 2020 por "Lo insustituible". Dirige la revista "Directo Bogotá".